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Marx
hoy
-I-
En 2007, menos de dos semanas antes del aniversario de la
muerte de Karl Marx (14 de marzo) y a
pocos pasos de distancia del lugar con el que está más estrechamente asociado
en Londres, la Round Reading Room del Museo Británico, se celebró la Semana del
Libro Judío. Dos socialistas muy diferentes, Jacques Attali y yo, estábamos allí
para presentarle nuestro respeto póstumo. Sin embargo, si tenemos en cuenta la
ocasión y la fecha, aquello era doblemente inesperado. No podemos decir que
Marx muriera habiendo fracasado en 1883, porque sus obras habían empezado a
hacer mella en Alemania y especialmente entre los intelectuales de Rusia, y un
movimiento dirigido por sus discípulos estaba ya captando al movimiento obrero alemán.
Pero en 1883, aunque poco, había ya
suficiente para mostrar la obra de su vida. Había escrito algunos panfletos
extraordinarios y el tronco de un importante volumen incompleto, Das Kapital, obra
en la que apenas avanzó durante la última década de su vida. «¿Qué obras?»,
inquiría amargamente cuando un visitante le preguntaba acerca de sus obras. Su
principal esfuerzo político desde el fracaso de la revolución de 1848, la
llamada Primera Internacional de 1864- 873, se había ido a pique. No ocupó
ningún lugar destacado en la política ni en la vida intelectual de Gran
Bretaña, donde vivió durante más de la mitad de su vida en calidad de exiliado.
Y sin embargo, ¡qué extraordinario éxito póstumo! Al cabo de veinticinco
años de su muerte, los partidos políticos de la clase obrera europea fundados
en su nombre, o que reconocían estar inspirados en él, tenían entre el 15 y el
47 % del voto en los países con elecciones democráticas; Gran Bretaña era la
única excepción. Después de 1918 muchos de ellos fueron partidos de gobierno,
no sólo de la oposición, y siguieron siéndolo hasta el final del fascismo, pero
entonces la mayoría de ellos se apresuraron a desdeñar su inspiración original.
Todos ellos existen todavía. Entretanto, los discípulos de Marx crearon grupos
revolucionarios en países no democráticos y del tercer mundo. Setenta años
después de la muerte de Marx, una tercera parte de la raza humana vivía bajo
regímenes gobernados por partidos comunistas que presumían de representar sus
ideas y de hacer realidad sus aspiraciones. Bastante más de un 20 % aún siguen en
el poder a pesar de que sus partidos en el gobierno, con pocas excepciones, han
cambiado drásticamente sus políticas. Resumiendo, si algún pensador dejó una
importante e indeleble huella en el siglo xx, ése fue él. Entremos en el cementerio de Highgate, donde están
enterrados los decimonónicos Marx y Spencer —Karl Marx y
Herbert Spencer—, cuyas tumbas están curiosamente una a la
vista de la otra. Cuando ambos vivían, Herbert estaba reconocido como el Aristóteles
de la época, y Karl era un tipo que vivía en la parte baja de la ladera de
Hampstead del dinero de su amigo. Hoy nadie sabe siquiera que Spencer está allí,
mientras que ancianos peregrinos de
Japón y la India visitan la tumba de Karl Marx, y los
comunistas iraníes e iraquíes exiliados insisten en ser enterrados a su sombra.
La era de los regímenes comunistas y partidos comunistas de masas
tocó a su fin con la caída de la URSS, y allí donde aún sobreviven, como en
China y la India, en la práctica han abandonado el viejo proyecto del marxismo
leninista. Cuando esto ocurrió, Karl Marx volvió a encontrarse en tierra de
nadie. El comunismo se había jactado de ser su verdadero y único heredero, y
sus ideas se habían identificado ampliamente con él. Incluso las tendencias
marxistas o marxistas-leninistas disidentes que establecieron unos cuantos
puntos de apoyo aquí y allí después de que Khrushchev denunciase a Stalin en
1956 eran casi con toda certeza excomunistas escindidos. Por consiguiente,
durante gran parte de los primeros veinte años después de su muerte, se
convirtió estrictamente en un hombre del pasado del que no valía la pena
ocuparse. Algún que otro periodista ha llegado incluso a sugerir que el debate
de esta noche trata de rescatarlo de «la papelera de la historia». Sin embargo,
hoy en día Marx es, otra vez y más que nunca, un pensador para el siglo xxi.
No creo que deba hacerse demasiado caso de un sondeo realizado
por la BBC en el que, según los votos de los radioyentes británicos, Marx fue
el más grande de todos los filósofos, pero si escribimos su nombre en Google,
comprobamos que sigue siendo la mayor de las grandes presencias intelectuales,
superado sólo por Darwin y Einstein, pero muy por encima de Adam Smith y Freud.
En mi opinión, hay dos razones para ello. La primera es que el
fin del marxismo oficial de la URSS liberó a Marx de la identificación pública
con el leninismo en teoría y con los regímenes leninistas en la práctica. Quedó
muy claro que todavía había muchas y buenas razones para tener en cuenta lo que
Marx tenía que decir acerca del mundo. Sobre todo porque, y ésta es la segunda
razón, el mundo capitalista globalizado que surgió en la década de 1990 era en
aspectos cruciales asombrosamente parecido al mundo anticipado por Marx en el Manifiesto comunista.
Esto quedó patente con la reacción pública en el 150 aniversario de este
extraordinario panfleto en 1998, año de intensa agitación de la economía
global. Paradójicamente, esta vez fueron los capitalistas, no los socialistas,
quienes lo redescubrieron: los socialistas estaban demasiado desalentados para
conceder demasiada importancia a este aniversario. Recuerdo mi asombro cuando
se me acercó el editor de la revista de vuelo de United Airlines, de la que el 80
% de lectores debían de ser americanos en viaje de negocios. Yo había escrito
un artículo sobre el Manifiesto, y él pensaba que sus lectores podían estar interesados en un
debate acerca del mismo; ¿podía utilizar fragmentos de mi artículo? Todavía
quedé más sorprendido cuando, en una comida, a finales de siglo o a principios
del nuevo, George Soros me preguntó qué pensaba yo de Marx. Sabiendo lo mucho que
divergían nuestras opiniones, quise evitar una discusión y le di una respuesta
ambigua. «Hace 150 años este hombre», dijo Soros, «descubrió algo sobre el
capitalismo que hemos de tener en cuenta». Y era cierto. Poco después,
escritores que nunca, por lo que yo sé, habían sido comunistas, empezaron a
considerarlo con seriedad, como en la nueva biografía y estudio de Marx de
Jacques Attali. Éste piensa también que Karl Marx tiene mucho que decir a
aquellos que quieren que el mundo sea una sociedad diferente y mejor de la que
tenemos hoy en día. Es bueno que no se acuerden que incluso desde este punto de
vista hemos de tener en cuenta a Marx en la actualidad.
En octubre de 2008, cuando el Financial Times londinense
publicó el titular «Capitalismo en convulsión», ya no podía haber ninguna duda
de que había vuelto a la escena pública. Mientras el capitalismo global siga
experimentando su mayor conmoción y crisis desde comienzos de los años treinta,
no es probable que abandone dicho escenario. Además, el Marx del siglo xxi sin lugar a dudas será muy distinto del
Marx del siglo xx.
Lo que la gente pensaba de Marx el siglo pasado estaba
dominado por tres hechos. El primero era la división entre países en cuya
agenda se encontraba la revolución, y los que no, es decir, a grandes rasgos, los
países de capitalismo desarrollado del Atlántico Norte y regiones del Pacífico
y el resto. El segundo hecho se desprende del primero: la herencia de Marx se
bifurcó de forma natural en una herencia socialdemócrata y reformista y una
herencia revolucionaria, dominada abrumadoramente por la revolución rusa. Esto
se puso de manifiesto después de 1917 a causa del tercer hecho: el derrumbe del
capitalismo decimonónico y de la sociedad burguesa del siglo xix en lo que he denominado la «era de la
catástrofe», entre, aproximadamente, 1914 y finales de los años cuarenta.
Aquella crisis iba a servir para que muchos dudasen de si el capitalismo podría
recuperarse. ¿Acaso no estaba destinado a ser reemplazado por una economía
socialista tal como predijo el para nada marxista Joseph Schumpeter en la
década de 1940? De hecho, el capitalismo se recuperó, pero no en su antigua forma.
Al mismo tiempo, en la URSS la alternativa socialista parecía ser inmune al
colapso. Entre
1929 y 1960 no parecía descabellado, ni siquiera para los
numerosos no socialistas que no estaban de acuerdo con la parte política de
estos regímenes, creer que el capitalismo estaba perdiendo fuelle y que la URSS
estaba demostrando que podía superarlo. En el año del Sputnik esto no sonaba
absurdo. Que sí lo era, se hizo harto evidente después de 1960.
Estos acontecimientos y sus implicaciones en la política y la
teoría pertenecen al período posterior a la muerte de Marx y Engels. Se encuentran
más allá del alcance de la propia experiencia y valoraciones de Marx. Nuestro
juicio del marxismo del siglo xx no se sustenta en el pensamiento de Marx, sino en interpretaciones
o revisiones póstumas de sus obras. Como mucho, podemos alegar que a finales de
la década de 1890, durante lo que constituyó la primera crisis intelectual del
marxismo, la primera generación de marxistas, aquellos que habían tenido
contacto personal con Marx, o más probablemente con Frederick Engels, empezaban
ya a debatir algunos de los temas que serían relevantes en el siglo xx, especialmente el revisionismo, el
imperialismo y el nacionalismo. Gran parte de los debates marxistas posteriores
son específicos del siglo xx y no se encuentran en Karl Marx, en particular la disputa
sobre cómo podía o debería ser en realidad una economía socialista, que surgió
en gran medida de la experiencia de las economías de guerra de 1914-1918 y de
las casi revolucionarias o revolucionarias crisis de posguerra. Así pues, la
afirmación de que el socialismo era superior al capitalismo como modo de
asegurar el rápido desarrollo de las fuerzas de producción no pudo haber sido
pronunciada por Marx. Pertenece a la era en que la crisis capitalista de
entreguerras se encaraba a la URSS de los planes quinquenales. En realidad, lo
que decía Karl Marx no era que el capitalismo hubiera alcanzado los límites de
su capacidad para aumentar las fuerzas de producción, sino que el ritmo irregular
del crecimiento capitalista provocaba crisis periódicas de superpoblación que,
tarde o temprano, se revelarían incompatibles con el modo capitalista de llevar
la economía y generaría conflictos sociales a los que no sobreviviría. El
capitalismo era, por naturaleza, incapaz de conformar la economía resultante de
la producción social.
Ésta, suponía, sería necesariamente socialista. Por
consiguiente, no es de extrañar que el «socialismo» estuviera en el centro de
los debates y las valoraciones de Karl Marx del siglo xx. La razón de ello no era porque el
proyecto de una economía socialista sea específicamente marxista, que no lo es,
sino porque todos los partidos inspirados en el marxismo compartían este
proyecto y los comunistas incluso se arrogaban el haberlo instituido. Dicho
proyecto, en su forma del siglo xx, está muerto. El «socialismo», tal como se aplicó en la URSS
y las otras «economías centralmente planificadas», es decir, economías
dirigidas teóricamente sin mercado, propiedad del Estado y controladas por el
mismo, han desaparecido y no resurgirán.
Las aspiraciones socialdemócratas de construir economías socialistas
habían sido siempre ideales de futuro, pero incluso como aspiraciones formales
fueron abandonadas a finales de siglo. ¿Hasta qué punto era marxiano el modelo
de socialismo que tenían en mente los socialdemócratas y el socialismo establecido
por los regímenes comunistas? En este aspecto, es fundamental destacar que el
propio Marx se abstuvo deliberadamente de hacer declaraciones específicas
acerca de las economías e instituciones económicas del socialismo y no dijo
nada sobre la forma concreta de la sociedad comunista, excepto que no podía ser
construida ni programada, sino que evolucionaría a partir de una sociedad
socialista. Estas observaciones generales que hizo sobre el tema, como las de
la Crítica del programa de Gotha de los socialdemócratas alemanes, apenas proporcionaron una
guía específica a sus sucesores, y éstos no se tomaron en serio lo que
consideraron que era un problema académico o un ejercicio utópico hasta después
de la revolución. Bastaba con saber que estaría basada, para citar la famosa
«cláusula IV» de la constitución del Partido Laborista, «en la propiedad común
de los medios de producción», alcanzable, según interpretación general,
mediante la nacionalización de las industrias del país.
Curiosamente, la primera teoría de una economía socialista centralizada
no fue elaborada por socialistas, sino por un economista italiano no
socialista, Enrico Barone, en 1908. Nadie más pensó en ella antes de que la
cuestión de nacionalizar las industrias privadas saltara a la agenda de la
política práctica al final de la primera guerra mundial. En aquel momento, los
socialistas se enfrentaron a sus problemas sin estar preparados y sin guía
alguna del pasado ni de ningún tipo. La «planificación» está implícita en cualquier
clase de economía socialmente gestionada, pero Marx no dijo nada concreto al
respecto, y cuando se puso en práctica en la Rusia soviética después de la
revolución, tuvo que ser en gran parte improvisada. Teóricamente se hizo ideando
conceptos (como el análisis de entrada-salida de Leontiev)* y proporcionando
estadísticas relevantes. Estos mecanismos serían más tarde ampliamente asumidos
por economías no socialistas. En la práctica se llevó a cabo imitando las
igualmente improvisadas economías de guerra de la primera guerra mundial,
especialmente la alemana, quizá prestando especial atención a la industria
eléctrica sobre la que Lenin fue informado por simpatizantes políticos entre los
ejecutivos de las empresas eléctricas alemanas y americanas. La economía de
guerra constituyó el modelo básico de la economía soviética planificada, es
decir, una economía que se propone a priori ciertos objetivos —industrialización
ultrarrápida, ganar una guerra, fabricar una bomba atómica o llevar al hombre a
la luna— y después planifica cómo alcanzarlos destinando recursos sea cual
fuere el coste a corto plazo. No hay nada exclusivamente socialista en ello.
Trabajar para objetivos establecidos a priori puede hacerse
con más o menos sofisticación, pero la economía soviética nunca fue más allá de
esto. Y a pesar de que lo intentó a partir de 1960, nunca pudo salir del
círculo vicioso implícito de tratar de ajustar los mercados a una estructura
burocrática dirigida.
La socialdemocracia modificó el marxismo de modo distinto, bien
posponiendo la construcción de una economía socialista, bien, de modo más
positivo, concibiendo diferentes formas de una economía mixta. El hecho de que
los partidos socialdemócratas se comprometieran a crear una economía totalmente
socialista implicaba cierta reflexión sobre el tema. El pensamiento más
interesante provino de pensadores no marxianos como los fabianos Sidney y
Beatrice Webb, que pronosticaron una transformación gradual del capitalismo
hacia el socialismo a través de una serie de reformas irreversibles y
acumulativas, dotando así de pensamiento político a la forma institucional del
socialismo, aunque no a sus operaciones económicas. El principal «revisionista»
marxiano, Eduard Bernstein, afinó el problema insistiendo en que el movimiento
reformista lo era todo y que el objetivo final no tenía realidad práctica. De
hecho, la mayoría de los partidos socialdemócratas que se convirtieron en
partidos de gobierno después de la primera guerra mundial se conformaron con la
política revisionista, dejando que la economía capitalista operase para
satisfacer las exigencias del trabajo. El locus
clasicus de esta actitud fue El futuro del socialismo de
Anthony Crosland (1956), que esgrimía que ya que el capitalismo posterior a
1945 había solucionado el problema de producir una sociedad de la abundancia,
la empresa pública (en la forma clásica de nacionalización o de otro modo) no
era necesaria y la única tarea de los socialistas era la de garantizar una
distribución equitativa de la riqueza nacional. Todo esto estaba muy alejado de
Marx, y por supuesto de los objetivos tradicionales de los socialistas hacia un
socialismo como sociedad básicamente no mercantil, que probablemente también
Karl Marx compartía.
Permítanme añadir solamente que el reciente debate entre
neoliberales económicos y sus críticos sobre el papel de las empresas públicas y
del Estado, en principio, no es un debate específicamente marxista y ni
siquiera socialista. Descansa en el intento desde la década de 1970 de
trasladar una degeneración patológica del principio de laissez-faire a
la realidad económica mediante el repliegue sistemático de los estados ante
cualquier regulación o control de las actividades de empresas lucrativas. Este
intento de transferir la sociedad humana al mercado (supuestamente)
autocontrolado que maximiza la riqueza e incluso el bienestar, poblado
(supuestamente) por actores en busca de sus propios intereses, no tenía
precedente en ninguna fase anterior del desarrollo capitalista en ninguna
economía desarrollada, ni siquiera en EE.UU. Era una reductio ad absurdum de
lo que sus ideólogos leyeron en Adam Smith, igual que lo era la equivalente economía
dirigida extremista de la URSS planificada al cien por cien por el Estado de lo que los bolcheviques
leyeron en Marx. No es de sorprender que este «fundamentalismo de mercado», más
cercano a la ideología que a la realidad económica, también fracasase.
La desaparición de las economías estatales de planificación centralizada
y la práctica desaparición de una sociedad fundamentalmente transformada de las
aspiraciones de los desmoralizados partidos socialdemócratas han eliminado
muchos de los debates del siglo xx
sobre el socialismo. Estaban en cierto
modo alejado del pensamiento del propio Karl Marx, aunque en gran medida inspirados
en él y llevados a cabo en su nombre. Por otro lado, a través de sus obras Marx
continuó siendo una enorme fuerza en tres aspectos: como pensador económico,
como historiador y analista, y como el reconocido padre fundador (con Durkheim
y Max Weber) del pensamiento moderno sobre la sociedad. No estoy cualificado para
expresar una opinión acerca de su duradera, pero sin duda seria, trascendencia
como filósofo. Indudablemente, lo que nunca perdió importancia contemporánea es
la visión de Marx del capitalismo como una modalidad históricamente temporal de
la economía humana y su análisis del modus operandi de éste, siempre en expansión
y concentración, generando crisis y autotransformándose.
-II-
¿Cuál es la trascendencia de Marx en el siglo xxi? El modelo tipo soviético de socialismo,
hasta ahora el único intento de construir una economía socialista, ya no
existe. Por otro lado, ha habido un enorme y acelerado proceso de globalización
y la mera capacidad de los humanos de generar riqueza. Esto ha reducido el
poder y el alcance de la acción económica y social de los Estados-nación y, por
consiguiente, las políticas clásicas de los movimientos socialdemócratas, que
dependían fundamentalmente de forzar reformas a los gobiernos nacionales. Dada
la prominencia del fundamentalismo de mercado, éste ha generado también
desigualdades económicas extremas dentro de los países y entre regiones y ha
traído de nuevo el elemento de catástrofe al ritmo cíclico básico de la
economía capitalista, incluyendo lo que se convirtió en la crisis global más
grave desde la década de 1930.
Nuestra capacidad productiva ha hecho posible, al menos
potencialmente, que la mayoría de los humanos pase del reino de la necesidad al
reino de la opulencia, educación e inimaginables opciones de vida, aunque gran
parte de la población mundial todavía no haya ingresado en él. No obstante,
durante gran parte del siglo xx los movimientos y regímenes socialistas operaban todavía
fundamentalmente en este reino de la necesidad, incluso en los países ricos de
Occidente, donde emergió una sociedad de holgura popular en los veinte años posteriores
a 1945. Sin embargo, en el reino de la opulencia el objetivo de una adecuada
alimentación, ropa, vivienda, empleos que
proporcionen un salario y un sistema de bienestar para la protección de las
personas frente a los avatares de la vida, aunque necesario, ya no es un programa
suficiente para los socialistas. Un tercer acontecimiento resulta negativo.
Puesto que la espectacular expansión de la economía global ha minado el
entorno, la necesidad de controlar el crecimiento económico ilimitado se hace cada
vez más acuciante. Hay un conflicto patente entre la necesidad de dar marcha
atrás o por lo menos de controlar el impacto de nuestra economía sobre la
biosfera y los imperativos de un mercado capitalista: máximo crecimiento
continuado en busca de beneficios.
Éste es el talón de Aquiles del capitalismo. Actualmente no
podemos saber cuál será la flecha mortal. Así pues, ¿cómo hemos de ver a Karl
Marx hoy en día? ¿Cómo un pensador para toda la humanidad y no sólo para una
parte de ella?
Evidentemente. ¿Como un filósofo? ¿Como un analista económico?
¿Como padre fundador de la moderna ciencia social y guía para la comprensión de
la historia humana? Sí, pero lo importante de él, y que Attali ha subrayado con
toda razón, es la magnitud universal de su pensamiento. No es
«interdisciplinar» en el sentido convencional, sino que integra todas las
disciplinas. Como escribe Attali, «los filósofos anteriores a él pensaron en el
hombre en su totalidad, pero él fue el primero en aprehender el mundo en su
conjunto, que es a la vez político, económico, científico y filosófico». Es
perfectamente obvio que mucho de lo que escribió está obsoleto, y parte de ello
no es, o ya no es, aceptable. También es evidente que sus obras no forman un
corpus acabado, sino que son, como todo pensamiento que merece este nombre, un
interminable trabajo en curso. Nadie va ya a convertirlo en dogma, y menos en una
ortodoxia institucionalmente apuntalada. Esto sin duda habría sorprendido al
propio Marx. Pero deberíamos rechazar también la idea de que hay una aguda
diferencia entre un marxismo «correcto» y un marxismo «incorrecto». Su forma de
investigar podía producir diferentes resultados y perspectivas políticas. De
hecho así sucedió con el propio Marx, que imaginaba una posible transición
pacífica al poder en Gran Bretaña y los Países Bajos, y la posible evolución de
la comunidad rural rusa al socialismo. Kautsky e incluso Bernstein fueron
herederos de Marx tanto (o, si se prefiere, tan poco) como Plekhanov y Lenin.
Por este motivo soy escéptico respecto a la distinción de Attali entre un
verdadero Marx y una serie de posteriores simplificadores o falsificadores de
su pensamiento: Engels, Kautsky y Lenin. Fue tan legítimo para los rusos, los
primeros lectores atentos de El capital, interpretar su teoría como un modo de empujar países como el
suyo desde el atraso hacia la modernidad a través de un desarrollo económico de
tipo occidental como lo era para el propio Marx especular acerca de si una
transición directa al socialismo no podía producirse sobre la base de la comuna
rural rusa. En todo caso, probablemente estaba más acorde con la trayectoria general
del pensamiento del propio Karl Marx. El argumento en contra del experimento
soviético no era que el socialismo sólo podía construirse después de que el
mundo entero hubiera pasado primero por el capitalismo, que no es lo que dijo
Marx, ni puede afirmarse con seguridad que lo creyera. Era empírico. Rusia
estaba demasiado atrasada como para producir otra cosa que una caricatura de
una sociedad socialista, «un imperio chino de rojo» como según dicen advirtió
Plekhanov. En 1917 éste habría sido el abrumador consenso de todos los
marxistas, incluyendo también a la mayoría de marxistas rusos. Por otro lado,
el argumento en contra de los llamados «marxistas legales» de la década de
1890, que adoptaron el criterio de Attali de que la tarea principal de los
marxistas era desarrollar un floreciente capitalismo industrial en Rusia,
también era empírico. Una Rusia capitalista liberal tampoco surgiría bajo el
zarismo.
Sin embargo, hay una serie de características esenciales del
análisis de Marx que siguen siendo válidas y relevantes. La primera, obviamente,
es el análisis de la irresistible dinámica global del desarrollo económico
capitalista y su capacidad de destruir todo lo anterior, incluyendo también
aquellos aspectos de la herencia del pasado humano de los que se benefició el
capitalismo, como por ejemplo las estructuras familiares. La segunda es el
análisis del mecanismo decrecimiento capitalista mediante la generación de
«contradicciones» internas: interminables arrebatos de tensiones y resoluciones
temporales, crecimiento abocado a la crisis y al cambio, todos produciendo concentración
económica en una economía cada vez más globalizada.
Mao soñaba con una sociedad constantemente renovada a través de
una incesante revolución; el capitalismo ha hecho realidad este proyecto
mediante el cambio histórico a través de lo que Schumpeter (siguiendo a Marx)
denominó la interminable «destrucción creativa». Marx creía que este proceso
conduciría finalmente —tendría que conducir— a una economía enormemente
concentrada, que es exactamente a lo que Attali se refería cuando en una
entrevista reciente dijo que el número de personas que deciden lo que sucede en
ella es del orden de 1.000, o como mucho de 10.000. Marx creía que esto
conduciría a la sustitución del capitalismo, una predicción que todavía me
suena plausible, aunque de modo distinto al que Marx anticipó.
Por otro lado, su predicción de que tendría lugar mediante la «expropiación
de los expropiadores» a través de un vasto proletariado que conduciría al
socialismo no estaba basada en su análisis del mecanismo del capitalismo, sino
en diferentes suposiciones a priori. Como mucho se basaba en la predicción de
que la industrialización produciría poblaciones empleadas en su mayoría como asalariados
manuales, tal como estaba sucediendo en Inglaterra en aquella época. Esto era
bastante correcto como predicción a medio plazo, pero no, como bien sabemos, a
largo plazo. Después de la década de 1840, tampoco esperaban Marx ni Engels que
el capitalismo provocase el empobrecimiento políticamente radicalizado que
anhelaban. Como era obvio para ambos, grandes sectores del proletariado no se
estaban empobreciendo en absoluto. De hecho, un observador americano de los
congresos sólidamente proletarios del Partido Socialdemócrata Alemán en la
década de 1900 reparó en que los camaradas tenían el aspecto de estar «una
barra de pan o dos por encima de la pobreza». Por otro lado, el evidente
crecimiento de la desigualdad económica entre diferentes partes del mundo y
entre clases no produce necesariamente la «expropiación de los expropiadores»
de Marx. En pocas palabras, en su análisis se leían esperanzas en el futuro,
pero no derivaban del mismo. La tercera característica es mejor ponerla en
palabras de sir John Hicks, galardonado con el premio Nobel de Economía. «La
mayoría de aquellos que desean establecer un curso general de la historia»,
escribió, «utilizarían las categorías marxistas o una versión modificada de las
mismas, puesto que hay pocas versiones alternativas disponibles». No podemos
prever las soluciones de los problemas a los que se enfrenta el mundo en el
siglo xxi,
pero para que haya alguna posibilidad de éxito deben plantearse las preguntas
de Marx, aunque no se quieran aceptar las diferentes respuestas de sus
discípulos.
Al fondo a la izquierda
A los 94 años, después de publicar sus extraordinarias
memorias (Tiempos interesantes), el gran historiador inglés Eric Hobsbawm –que
dedicó su vida a analizar y explicar la era moderna, desde la Revolución Francesa
hasta los estertores del siglo XX– tenía un libro más por escribir: Cómo
cambiar el mundo. Tras sentirse parte de la generación con la que se
extinguiría el marxismo de la vida política e intelectual de Occidente, las
crisis financieras, la espiral conflictiva del capitalismo y los cambios en
América latina le dieron la alegría de volver a su querido Marx. En el libro,
despeja con su habitual lucidez las malas interpretaciones, archiva los
preceptos que envejecieron y despliega las herramientas que ofrece el autor de
El Capital para entender el mundo en el siglo XXI y hacerlo un lugar mejor.
Imaginen la escena: Eric Hobsbawm, reconocido
historiador inglés de corte marxista, y George Soros, una de las mentes
financieras más importantes del mundo, se encuentran en una cena. Soros, quizá
para iniciar la conversación, quizá con el objetivo de continuar alguna otra,
le pregunta a Hobsbawm qué opina de Marx. Hobsbawm elige dar una respuesta
ambigua para evitar el conflicto, y respondiendo en parte a ese culto a la
reflexión antes que a la confrontación directa que caracteriza sus trabajos.
Soros, en cambio, es concluyente: “Hace 150 años este hombre descubrió algo
sobre el capitalismo que debemos tener en cuenta”.
La anécdota parece casi seguir la estructura del chiste (“Soros y Hobsbawm
se encuentran en un bar...”), pero es el mejor ejemplo que el historiador
inglés encuentra para mostrar, al comienzo de su nuevo libro, esa idea que está
flotando en el aire desde hace tiempo: el legado filosófico de Karl Marx
(1818-1883) está lejos de haberse clausurado y, muy por el contrario, las
publicaciones especializadas de la actualidad, el discurso político cotidiano,
la organización social de cualquier país no hacen otra cosa más que invocar a
su fantasma para tratar de lidiar con ese angustiante problema que ha tomado el
nombre histórico de “capitalismo”.
En el libro, recientemente publicado en castellano, que lleva el
sugerente título de Cómo cambiar el mundo, Hobsbawm vuelve a ofrecer su
indiscutible talento para plantear las proposiciones de aquel filósofo alemán
que siguen teniendo una vigencia definitoria para construir el presente.
Repasemos antes la presunción de muerte que se colgó al cuello de Marx
durante el último cuarto del siglo XX: la crisis del petróleo de 1973
desencadenó un proceso político y económico que organizó eso calificado por
Hobsbawm como reductio ad absurdum de los lineamientos de la economía de
mercado. La situación generó la aparición de gobiernos conservadores en EE.UU.
y Gran Bretaña (con Ronald Reagan y Margaret Thatcher a la cabeza de sus
naciones), al mismo tiempo que implicó en diversos territorios la implantación
de economías de claro corte financiero, situación que en Latinoamérica trajo
aparejada la aparición de gobiernos de facto que impusieron este tipo de
organización por la fuerza, suplantando las estrategias de desarrollo
industrial y sustitución de las importaciones por facilidades para los
capitales golondrina, la especulación y la desestructuración de las
organizaciones sindicales (sumado, claro está, a las estrategias de represión
dispuestas desde ya mucho antes de los golpes, como lo muestra la historia
nacional). Aquella serie de cambios culminó con la caída del Muro de Berlín y
el bloque soviético en 1989–1991, llevando a su lógica conclusión lo que era
obvio para todo el mundo luego de 1960: la URSS no podía resistir mucho más tiempo con su
particular versión del marxismo y su economía planificada. Francis Fukuyama,
pensador norteamericano de corte neoliberal, se apropió de algunos lineamientos
de la filosofía hegeliana para dar la sentencia final acerca de esta sucesión
de acontecimientos: estábamos frente al “fin de la Historia ”, la
desaparición del mundo organizado en bloques opuestos que había marcado el
destino de todo lo conocido desde finales de la Segunda Guerra
Mundial en adelante.
Es en este panorama conciliador de economía globalizada y aparente
pacificación social que, a lo largo de la década de los ‘90, todo el mundo dio
por enterrado el pensamiento marxista, incluso, con ciertas justificaciones de
índole éticas: el nombre de Karl Marx venía siempre de la mano del de Joseph
Stalin, entre muchos otros. Marx no era sólo una mala palabra para un gurú
económico, sino también para un ciudadano de las zonas más pobres de Rusia, que
veía con placer cómo caían las estatuas de Lenin, Stalin y el propio Marx.
¿Quién hubiera dicho entonces que veríamos una foto de Sarkozy leyendo
El capital y al papa Benedicto XVI elogiando la capacidad analítica de su
autor?
Entre 2007 y 2009 (2001, para nosotros), una serie de crisis del
sistema capitalista financiero (o “capitalismo tardío” tal como lo han
identificado pensadores como Frederic Jameson o Jürgen Habermas), demostraron
que lo que se pensó como el comienzo de una era de tranquilidad en términos políticos,
sociales y sobre todo económicos allá por 1989 no era tal cosa. El mercado
librado pura y exclusivamente a la “mano invisible” de Adam Smith, amparado por
la domesticación del Estado, empezó a resquebrajarse sin necesidad de conflicto
con otro sistema económico-político.
Lo dijo muy bien el Times tras el derrumbe financiero del 2008: “Ha
vuelto”. ¿Quién? Marx. Tres años después, el panorama no ha mejorado y en este
clima poco prometedor, muchos revisan su figura para recuperar qué es lo que
dijo y qué se puede extraer de su análisis con el objetivo de superar las
crisis que aquejan por estos días a las principales economías del mundo
globalizado (basta revisar cómo empezamos cada semana con un nuevo “lunes
negro”, por no sumar más días al calendario).
A los 94 años, Hobsbawm observa acertadamente que Marx había
dictaminado cuál sería el destino del capitalismo de seguir la línea que a
mediados del siglo XIX insinuaba con perfecta claridad: la concentración del
capital en unas pocas manos generarían un mundo en donde sólo un número muy
pequeño de personas tendrían el mayor número de riquezas, mientras que el
sistema no podría seguir el ritmo de su propio crecimiento desproporcionado. La
cantidad de riquezas generadas y el continuo aumento de la población no
permitirían el desarrollo igualitario de todos los individuos, a lo que se
sumaba que el ritmo de crisis cíclicas terminaría aumentando con el tiempo
hasta llegar al punto de la inevitable caída del sistema.
En 2002, el economista hindú Meghnad Desai ya anunciaba en un trabajo,
“La venganza de Marx”, en donde afirmaba que muchos han creído que el
pensamiento del alemán se extinguió con la caída de los estados socialistas,
pero las tesis y observaciones realizadas en los trabajos iniciales van mucho
más allá de esos 70 años de gobiernos comunistas que constituyen sólo un
“episodio” del viraje al socialismo: los marxismos no opacan a las
observaciones de Marx, y es ese núcleo básico lo que hay que volver a leer.
Hobsbawm coincide con Desai: una cosa son los trabajos originales y
otra la manera en que esos libros (con sus avatares particulares, sus malas
traducciones o sus publicaciones tardías) formaron escuelas a lo largo de todo
el mundo. Esa historia de la escuela marxista es la que se terminó con la caída
del Muro, no la fuerza política y filosófica de los primeros planteos. Este
renacer de Marx es lo que entusiasma ahora a un Hobsbawm que se presentaba como
un tanto decepcionado con la idea de que, durante la década del ‘80 hasta
finales de 2000, el “mundo marxista quedó reducido a poco más que un conjunto
de ideas de un cuerpo de supervivientes ancianos y de mediana edad que
lentamente se iba erosionando”.
¿Cuáles son esas ideas? ¿Qué cosas de Marx hay que conservar? En primer
lugar, la naturaleza política de su pensamiento. Para él, cambiar el mundo es
lo mismo que interpretarlo (parafraseando una de las míticas “Tesis sobre
Feuerbach”); Hobsbawm considera que hay un temor político en varios marxistas a
verse comprometidos en una causa, sabiendo de antemano que para entrar a la
lectura de Marx tuvo que haber primero un anhelo de tipo político: la intención
de cambiar el mundo.
En segundo lugar, el gran descubrimiento científico de Marx, la
plusvalía, también tiene lugar en este ensayo histórico de prueba y error.
Reconocer que hay parte del salario del obrero que el capitalista lo conserva
para sí con el objetivo de aumentar las ganancias con el paso del tiempo es
encontrar la prueba de una opresión histórica, el primer paso para llegar a una
verdadera sociedad sin clases, sin oprimidos. Los obreros son conscientes de
esa injusticia y sólo mediante una organización política coherente podrán “dar
vuelta la tortilla”. A diferencia de lo que creían los gurúes de la globalización,
ni los obreros ni el Estado son conceptos en desuso: Hobsbawm aclara que “los
movimientos obreros continúan existiendo porque el Estado-nación no está en
vías de extinción”.
Por último, la existencia de una economía globalizada demuestra aquello
que Marx reconoció como la capacidad destructora del capitalismo, más un
problema a resolver que un sistema histórico definitivo. Hobsbawm llama la
atención, desde el filósofo alemán, a esa “irresistible dinámica global del
desarrollo económico capitalista y su capacidad de destruir todo lo anterior,
incluyendo también aquellos aspectos de la herencia del pasado humano de los
que se beneficio el capitalismo, como por ejemplo las estructuras familiares”.
El capitalismo es salvaje por naturaleza y su final –al menos, el final de la
idea clásica de capitalismo– es evidente para cualquier persona en el mundo.
Es muy difícil decir que del análisis de Marx se pueda sacar un plan de
acción “a prueba de balas”. La teoría marxista clásica habló muy poco de
modelos de Estado o de lo que sucedería una vez instalada la revolución y sí
mucho de análisis económico: pensando lo que sucede es que se puede saber cómo
actuar. Lo que Marx dio fueron herramientas, no recetas dogmáticas. Como bien
dice Hobsbawm, los libros de Marx “no forman un corpus acabado, sino que son,
como todo pensamiento que merece este nombre, un interminable trabajo en curso.
Nadie va ya a convertirlo en dogma, y menos en una ortodoxia institucionalmente
apuntalada”.
Pero claro, la vida te da sorpresas: si bien hay planteos de Marx que
se conservan, hay muchos otros que el curso de la Historia (y los hombres
que la viven) ha cambiado. Por ejemplo, una de las paradojas del siglo es que
si bien Marx creía que la revolución se terminaría dando en todo el mundo (“¡Trabajadores
del mundo, uníos!”), los alzamientos que terminaron con el marxismo en el poder
durante el siglo XX se dieron en países bien diferentes de Alemania, Inglaterra
y Francia, el triángulo en que, para Marx, empezaría todo.
A su vez, el marxismo se mezclaría con movimientos de cambio o grupos
que reconocían diferentes injusticias sociales en territorios insospechados. En
Rusia, por ejemplo, la filosofía marxista se mezcló con el nacionalismo agrario
narodnik, al menos, en un primer momento. En China, la revolución se dio en una
cultura agrícola no occidental, imperial y milenaria. A su vez, todos esos
modelos de país concordaban muy poco con la idea original: tal como afirma
Hobsbawm, “en el período posterior a 1956, una gran mayoría de marxistas se
vieron obligados a concluir que los regímenes socialistas existentes, desde la URSS hasta Cuba y Vietnam,
estaban lejos de lo que ellos mismos habrían deseado que fuese una sociedad
socialista, o una sociedad encaminada al socialismo”.
Quizás el artículo más determinante es aquel dedicado a la redacción
del Manifiesto del partido comunista, el texto breve de 1848 en donde Marx y
Engels declaraban la inevitable presencia de un partido que no era, en esos
tiempos, el mismo tipo de organización que el siglo XX conocerá luego de las
propuestas operativas de Lenin. El objetivo fundamental de la creación de un PC
era distinguir su propuesta de la de toda otra forma de avatar socialista,
sobre todo en sus variables utópicas: de Saint-Simon a los falansterios de Fourier,
donde la libertad sexual (y las correspondientes “orgías coreografiadas”) se
equiparaba a una libertad laboral. Un siglo y pico después, tal vez ese PC haya
sido mal entendido.
Pensar la transición de sociedades agrarias a sociedades socialistas, o
revisar el cambio histórico del feudalismo al capitalismo, ha sido uno de los
puntos que más preocuparon al último Marx: allí se encuentra la posibilidad de
entender desde el presente los movimientos revolucionarios en naciones con
estructuras agrarias como las presentes en Latinoamérica, Africa o algunas
zonas de Oriente. Más allá de las condiciones para que se dé el cambio
(descontento social, conciencia del conflicto, etc.), el marxismo clásico del
siglo XIX sostenía la necesidad de ciertas condiciones objetivas para la
revolución: desarrollo industrial y comercio a gran escala (lejos de las
artesanías y el comercio “cara a cara”). América latina conoció la refutación
de estas condiciones en el Che Guevara: donde había una necesidad, no había
sólo un derecho, sino también una posible revolución. Hobsbawm, atento a este
tipo de experiencias, demuestra el interés particular que existe por revisar el
cambio al socialismo fuera de los límites de Europa.
En una entrevista realizada para el diario The Guardian por Tristram
Hunt –quien acaba de publicar, oh casualidad, la biografía de Engels también
reseñada en estas páginas– y aparecida en enero de este año, Eric Hobsbawm
habló con entusiasmo de la recuperación de cierto lenguaje económico y político
que se creía clausurado luego del auge liberal de las últimas décadas del siglo
XX: “Hoy en día, ideológicamente, me siento más en casa en Latinoamérica porque
sigue siendo la única parte del mundo donde la gente todavía habla y conduce su
política en el viejo lenguaje, en el lenguaje del siglo XIX y del XX del
socialismo, el comunismo y el marxismo”. Si bien la pregunta apuntaba a la
salida de Lula del gobierno y la ubicación de Brasil dentro del grupo de
naciones con perspectivas de liderazgo mundial (el BRIC, junto a Rusia, India y
China), la respuesta renueva la repercusión de la coyuntura política
latinoamericana dentro del panorama mundial y la presencia de diversos
gobiernos de izquierda y centroizquierda en el continente.
Uno de los últimos artículos del libro, “Marx y el trabajo: el largo
siglo”, señala precisamente que las organizaciones proletarias con fines
políticos no necesariamente van de la mano de la teoría marxista. El mejor caso
para explicar su punto lo encuentra en nuestro intrigantes pagos: “Los
socialistas y comunistas, frustrados desde hace tiempo en Argentina, no podían
comprender cómo un movimiento obrero radical y políticamente independiente
podía desarrollarse, en la década de 1940, en aquel país, cuya ideología (el peronismo)
consistía básicamente en la lealtad a un general demagogo”.
La victoria de partidos obreros en el continente, alimentados por la
perspectiva marxista de justicia y progreso igualitario pero no ligados a
organizaciones de neto corte comunista, presenta la posibilidad de una
transición a un Estado socialista no mediada por una revolución, tal como se
planteo en los términos de la
URSS y la histórica Revolución del ‘17, o como el imaginario
actual lee el devenir de la revolución cubana de 1959. En definitiva, hay cosas
que la misma Historia, no Marx o sus muchas interpretaciones, han demostrado
que son inviables: el socialismo ruso fracasó por mantener una economía de
guerra a corto plazo que se proponía objetivos difíciles que implicaban
esfuerzos y sacrificios excesivos (desde concentrar todo el excedente y el
esfuerzo productivo con tal de conquistar el espacio exterior a cambiar las
prácticas de producción agraria). Separar a Lenin y a Stalin del pensamiento de
Marx es un acontecimiento dado en los últimos años que puede mostrar las
facetas más interesantes para una teoría del presente. Es decir, algo necesario
que permite pensar las circunstancias actuales para apuntalar el cambio dentro
de la compleja geografía latinoamericana.
El marxismo ha tenido varias crisis a lo largo de su historia. Desde
que se propuso poner a Hegel “patas para arriba” y transformar todo el discurso
de lo espiritual en atención a lo material, ya en 1890 aparecieron los primeros
críticos a los planteos básicos de esta filosofía. Sin embargo, hay algo en las
ideas de Marx que sigue interpelando al hombre contemporáneo, que sigue
hablando de un cambio no considerado como mero anhelo existencial o aspiración
utópica, sino como situación posible de llevar a cabo en la actualidad, ante
todo, por la vía democrática y partidaria. Como bien pregunta Soros, y como
escribe Hobsbawm: “No podemos prever las soluciones de los problemas a los que
se enfrenta el mundo en el siglo XXI, pero para que haya alguna posibilidad de
éxito deben plantearse las preguntas de Marx”.
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